Desde tiempo
inmemorial, a la humanidad le ha interesado encontrar métodos para evitar que
la gente se muriese por tonterías. En tiempos de las cavernas, uno de los
principales problemas de las tribus de cromañones era la elevada tasa de
mortalidad: no era raro, por ejemplo, que los ancianos de la tribu (de una edad
aproximada de 25 años) empleasen años de su tiempo en entrenar a un joven y
prometedor cazador en las oscuras artes del acoso y derribo de mamuts, sólo
para que en el día de su debut el joven y prometedor cazador pisase
accidentalmente un cardo venenoso y se quedase tieso en el sitio. Como es
natural, esto resultaba bastante frustrante para los ancianos.
A pesar de
morir como moscas en la edad antigua, había mucho tiempo libre dado que aún no
se había inventado la televisión, entre joven y joven los ancianos de la tribu
se dedicaban a mezclar hierbas, malas hierbas y excrementos de animales con la
esperanza de que alguno de ellos sirviese para algo, aunque sólo fuese para curar
las verrugas. En un momento de inspiración, a un cromañón especialmente
brillante se le ocurrió probar una de sus mezclas con el cazador agonizante de
turno. Este se recuperó lo bastante como para dar un par de pasos y caerse al
río, donde murió ahogado. El resultado fue considerado un gran éxito, incluso
en los días de hoy.
Unos miles
de años más adelante, en una península conocida como Grecia, la civilización
había alcanzado cotas nunca antes vistas de desarrollo. Ahora los médicos
griegos se enfrentaban a un nuevo problema: al griego medio, ciudadano
participativo de la polis y conocedor de los ultimísimos avances de la ciencia
y la tecnología, no se le podía seguir diciendo que la causa de su enfermedad
se debía a un espíritu maligno que se había levantado de mal humor aquel día. Los
miles de recetas cuidadosamente archivadas durante siglos por los médicos
romanos cayeron en manos de los invasores. Como éstos no sabían leer latín,
tuvieron que pasar cientos de años antes de que un eclesiástico consiguiese,
tras años de ardua tarea, descifrar la letra de los sabios romanos.
Desgraciadamente, al comunicárselo a sus superiores éstos decidieron que tal
hallazgo debía de ser cosa del diablo, y quemaron los escritos en una pira
junto con el desafortunado traductor.
Evidentemente, pero algunos estudiosos como
William Harvey o Miguel Servet captaron la idea y se dedicaron a investigar a
escondidas en los depósitos de cadáveres. Esto propició un gran auge de la
medicina de la época,
Algo más
tarde, en el siglo XIX, el invento del microscopio óptico permitió a unos
cuantos investigadores descubrir finalmente el truco y descartar
definitivamente a los malos espíritus y las fuerzas de la naturaleza como causa
de las enfermedades del ser humano. A partir de ahí, experimentando con trozos
de pan mohoso Fleming consiguió desarrollar uno de los principales hallazgos de
la medicina contemporánea: el insecticida. Debido a otros estudios
de la medicina
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